Sunday, May 31, 2009

Siéntese aquí


Si le apetece, claro.

Sunday, May 17, 2009

Otra tarde de domingo (casi una pesadilla)

El tedio tienta con ensueños de falsos paraísos. Allí medra el bucare, sobre cuyo tronco se enrosca la malanga. Allí llegan los amigotes díscolos, con sus charangas y rancheras, a sonsacarlo a uno. Con ellos, vagabundeando sin dios ni ley ni Santa María, se va al río, criadero de mosquitos certeros, y luego a la playa donde el sol raja el cráneo y hay que guarecerse bajo un tendal de palma. Entre partidas de dominó se aplaca la sed a punta de mucha cerveza, y el hambre con bocachica sin espinas, y yuca.

Hasta quedarse dormido, y hasta roncar, en un chinchorro.

Dominical

El viento dale que dale, con hoscos
Ramalazos. Calle casi desierta.
Un toldo a punto de salir volando.
El vaivén de un andamio, no muy lejos,
fustiga la pared recién pintada.
Se aleja un corredor. El cuervo grazna.

Saturday, May 16, 2009

La date juste


16 de mayo de 2009, 8:34 am. Agotadas las renovaciones, después de casi nueve semanas prestados, hoy tengo que devolver los siguientes discos a la biblioteca:

* Le Jeu de Daniel,

* Blues, Ballads, Hymns, Shouts, Chanteys and Work Songs,

* Ghazal. The Lost Songs of the Silk Road.

Echarse a andar sin más motivo que el cumplimiento de mínimas responsabilidades (pero significativas). No entraña peligros mayores, si me fío de lo probable: caminar dos cuadras hasta la parada del bus, en un vecindario tranquilísimo, soleado hoy, en el colmo de la fronda. Desde mi escritorio puedo sumarle insipidez a tal aventura; basta con revisar el horario de los buses de este sábado, y aun más, clic mediante: la actual localización del que tomaré antes de que llegue a la parada donde estaré esperándolo, con lo cual el cálculo de los minutos ganados para otras pérdidas es bastante preciso. Como se ve, nada de exotismos: si cambio el bus por una mula, o me echo a caminar, insistiendo, como Cortázar, en la obstinada busca de lo insólito, no habría más aventura (acaso más especies con que aliñarla y, en el peor de los casos, un helado de almendra acechando en un quiosco recién descubierto). Más aventuras, tal vez, adventicias, advenedizas.

No traduciré una anotación ya traducida del polaco al inglés, y publicada junto con casi tres años de otras que fueron escritas día a día, sin falta. La última del atormentado y escrupuloso Adam Czerniákov, su última tarde. Aquí va.

July 23, 1942 --In the morning at the Community. Worthoff from the deportation staff came and we discussed several problems. He exempted the vocational school students from deportation. The husbands of working women as well. He told me to take up the matter of orphans with Höfle. The same with reference to craftsmen. When I asked for the number of days per week in which the operation would be carried on, the answer was 7 days a week.
Throughout the town a great rush to start new workshops. A sewing machine can save a life.
It is 3 o'clock. So far 4,000 are ready to go. The orders are that there must be 9,000 by 4 o'clock. Some officials came to the post office and issued instructions that all incoming letters and parcels be diverted to the Pawiak.

The Warsaw Diary of Adam Czerniakow. Prelude to Doom. Edited by Raul Hilberg, Stanislaw Staron, and Josef Kermisz. (Stein And Day/ Publishers/ New York, 1979), p.385

Monday, May 4, 2009

Leisurely Blues

Ocio que llaman, antes de ponerme a cocinar mermelada de cebolla e hinojo (para no corregir pruebas hoy).

Saturday, May 2, 2009

Huele a gato encerrado, dijo Teresa un día

Hay quienes se gastan minúsculas fortunas en educar el olfato, ora trasegando esencias aromáticas que equiparan a los embrollos de la personalidad, ora tergiversando con adjetivos romos, en rondas de libaciones escupidas y vueltas perorata, cuanto sus narices y lenguas tal vez ya les decían con exactitud. El olfato, para la memoria, es el menos sobornable de los sentidos. Afirmo esto sin la menor pretensión de insistir en novedades que no son nuevas, ni de incurrir en la veleidad de rigurosas comprobaciones. No me hace falta inquirir a Linneo para constatar la fetidez del excremento gatuno. Al último micifuz que crié debo bastantes enseñanzas al respecto. En fin. Pasémonos a olores más cordiales; pensemos, por ejemplo, en un espresso cremoso y fragante, o en la perversidad de ciertos perfumes y sus concupiscentes promesas o insinuaciones.

Sólo he estado en Nueva York por una tarde de invierno. Una tarde sin muchos meandros: de Penn Station por la ruta más corta a la Quinta, que caminamos con la lentitud que permitían las horas contadas, antes del tren -segundo de mi vida- de vuelta a Princeton. Por la Quinta llegamos al Central Park, que estaba apacible esa tarde. Islas de nieve medraban sobre reminiscencias de césped gris-amarillo. En Central Park pudimos descansar un poco, sentados en un banco (hablo de un cansancio más difícil de aliviar que el de la caminata de un día: el cansancio de quien recién se mudó a un país extraño). Cruzamos el parque hasta llegar al ancho y tumultuoso vestíbulo del Metropolitan Museum, de donde huimos a la Frick Collection, que sí se puede recorrer sin prisas en un par de horas. De ahí al sandwichito para engañar el hambre, por los alrededores de la torrencial Times Square de horas pico; y enseguida correr a Penn Station, donde abordamos, como si fuéramos intrusos, el tren de los empleados encorbatados, ojerosos y encorvados que volvían a sus casas o a sus escondrijos, y de periódicos cuyas buenas o malas noticias quedan para siempre abandonadas en los asientos. Pero hasta el día de hoy el más claro recuerdo de la Nueva York de aquella tarde es el olor a café y a castañas tostadas, que venden en cucuruchos, de los puestos callejeros.

Mis primeros recuerdos de Seattle son el de una acera del aeropuerto Sea-Tac, con mi mujer, nuestras maletas y nuestros dos conejos en sus jaulitas de viaje; el abrazo de una amiga de mi mujer que nos fue a buscar, y el de una esquina con semáforo en rojo, a un costado del EMP del señor Allen. Desde entonces, Seattle me ha deparado muy gratos aromas, como el del lúpulo de las microbreweries locales, el del puh-er y el oolong, el de la lavanda y el romero en parterres de mi calle, y el del pan hecho en casa. Pero el más preciso e inconfundible, como el que guardo de la casa paterna de mi padre, a uvas verdes, en una Mérida casi rural, o como el del café y las castañas que ya dije, ha sido el del lento olor a leña, encendida en las chimeneas de Queen Anne, la noche de nuestra llegada, dos días después de aquella tarde en Nueva York.

A mi prehistoria se remontan el olor de la lluvia sobre la tierra seca, y el del azahar. Pero esto es otro cuento.