Hay quienes se gastan minúsculas fortunas en educar el olfato, ora trasegando esencias aromáticas que equiparan a los embrollos de la personalidad, ora tergiversando con adjetivos romos, en rondas de libaciones escupidas y vueltas perorata, cuanto sus narices y lenguas tal vez ya les decían con exactitud. El olfato, para la memoria, es el menos sobornable de los sentidos. Afirmo esto sin la menor pretensión de insistir en novedades que no son nuevas, ni de incurrir en la veleidad de rigurosas comprobaciones. No me hace falta inquirir a Linneo para constatar la fetidez del excremento gatuno. Al último micifuz que crié debo bastantes enseñanzas al respecto. En fin. Pasémonos a olores más cordiales; pensemos, por ejemplo, en un espresso cremoso y fragante, o en la perversidad de ciertos perfumes y sus concupiscentes promesas o insinuaciones.
Sólo he estado en Nueva York por una tarde de invierno. Una tarde sin muchos meandros: de Penn Station por la ruta más corta a la Quinta, que caminamos con la lentitud que permitían las horas contadas, antes del tren -segundo de mi vida- de vuelta a Princeton. Por la Quinta llegamos al Central Park, que estaba apacible esa tarde. Islas de nieve medraban sobre reminiscencias de césped gris-amarillo. En Central Park pudimos descansar un poco, sentados en un banco (hablo de un cansancio más difícil de aliviar que el de la caminata de un día: el cansancio de quien recién se mudó a un país extraño). Cruzamos el parque hasta llegar al ancho y tumultuoso vestíbulo del Metropolitan Museum, de donde huimos a la Frick Collection, que sí se puede recorrer sin prisas en un par de horas. De ahí al sandwichito para engañar el hambre, por los alrededores de la torrencial Times Square de horas pico; y enseguida correr a Penn Station, donde abordamos, como si fuéramos intrusos, el tren de los empleados encorbatados, ojerosos y encorvados que volvían a sus casas o a sus escondrijos, y de periódicos cuyas buenas o malas noticias quedan para siempre abandonadas en los asientos. Pero hasta el día de hoy el más claro recuerdo de la Nueva York de aquella tarde es el olor a café y a castañas tostadas, que venden en cucuruchos, de los puestos callejeros.
Mis primeros recuerdos de Seattle son el de una acera del aeropuerto Sea-Tac, con mi mujer, nuestras maletas y nuestros dos conejos en sus jaulitas de viaje; el abrazo de una amiga de mi mujer que nos fue a buscar, y el de una esquina con semáforo en rojo, a un costado del EMP del señor Allen. Desde entonces, Seattle me ha deparado muy gratos aromas, como el del lúpulo de las microbreweries locales, el del puh-er y el oolong, el de la lavanda y el romero en parterres de mi calle, y el del pan hecho en casa. Pero el más preciso e inconfundible, como el que guardo de la casa paterna de mi padre, a uvas verdes, en una Mérida casi rural, o como el del café y las castañas que ya dije, ha sido el del lento olor a leña, encendida en las chimeneas de Queen Anne, la noche de nuestra llegada, dos días después de aquella tarde en Nueva York.
A mi prehistoria se remontan el olor de la lluvia sobre la tierra seca, y el del azahar. Pero esto es otro cuento.
El olor de la lluvia sobre la tierra seca merece un post. Los periódicos leídos y abandonados en los asientos del tren merecen un cuento. El olor del café y las castañas callejeras merecen una escena de cine. Y así seguir contando.
ReplyDelete"Huele a gato encerrado, dijo Teresa un día" puede ser un título para un cuento infantil. :)
ReplyDeleteY qué se merece el olor delicioso a tabaco en La Habana? y qué el de gas en Buenos Aires? Otro post cada...
ReplyDelete"Huele a gato encerrado, dijo Teresa un día" me trajo a la mente la imagen de una madre, mi tía, quien descubrió a Sasha escondida en una habitación, la de su transgresor hijo... Otro post
Carolina,
ReplyDeleteYa me tocará enseriarme con estos y otros cabos sueltos que llegarían más allá de un post. Digamos que estos son los primeros pasitos de toddler.
Anónimo (o Anónima): qué de coincidencias, que nunca dejan de asombrar. Con excepción del gas de Buenos Aires (donde aún no he estado, pero te puedo contar del de Ciudad de México, o el de La Habana de una madrugada, o el más común para mí de Puerto La Cruz o Punta de Piedras), cada una de tus enumeraciones parece sacada de mi propia adolescencia: el olor a tabaco que fumaba mi (¿nuestro?) abuelo materno es quizá la referencia más antigua que tengo de él en mi archivo olfatorio. En La Habana no recuerdo haber fumado tabaco, pero sí inmediatamente después, con los Fonseca que mi madre no logró confiscarnos a mis hermanos y a mí. De modo que debo a La Habana una iniciación que nunca ha terminado de iniciarse. Aún lo disfruto cada mil años. Last, but not least, Sasha es exactamente el nombre de una perrita que metí de contrabando una noche. Luego te podría contar de las tretas que tuve que ingeniar para no tener que devolverla. ¿No tienes también un primo que se llama Avilio?
Gracias por su visita, y hasta la próxima,
Avilio
Hagamos una cosa Avilio: tú me invitas a Seattle y yo a New York o Philadelphia, de acuerdo a cómo esté mi vida. Pero ni yo te huelo a ti ni a tú a mí, que las narices tienen sus límites.
ReplyDeleteVíctor, de vista y oído sólo, para más señas. Me parece estupenda la idea. Ya nos pondremos de acuerdo. Gracias por pasarte por acá, bienvenido, y seguimos en contacto.
ReplyDeleteEl aroma a tabaco de La Habana me tentó a hacerme con malhabidos Churchill de manos de Mijail en Pinar del Río.. oh, mágico robo ! El gas bonaerense lo repetí hace unos meses: delicioso malbec borró el corto recuerdo de infancia...
ReplyDelete¡ Qué casualidades tiene la vida ! ¡ Puede que tenga un primo de nombre Avilio !
Del Churchill sólo sé de oídas, sobre todo por lo que cuenta Cabrera Infante en su fumado Puro Humo. Suerte la tuya, asistida por los consejos de la tentación. Como tú con el malbec, tengo yo gratísimos recuerdos de un moscatel del Lazio a principios de septiembre, en Gaeta, en una terraza desde donde se contempla la bahía. Presente perfecto.
ReplyDeleteSaludos, y gracias por pasar de nuevo.
P.S. Puede que yo también tenga un Anonymous en la lista, no corta, de primos.
Me late que Víctor huele mal.
ReplyDelete...había una vez un aroma nocturno a lirio blanco que confundía con jazmín y viceversa...
ReplyDeleteEsos aromas que merodean por la cuadra sin dios ni Santa María. Gracias por pasar por esta isla enmontada, Carlos. Abrazo.
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