Sunday, March 29, 2009

Del viaje y los nombres

El Almirante guardaba con celo una lista con el quién-es-quién de la hora de horas de sus horas. Era obvio —en retrospectiva— que había un mundo allí, legañoso, innombrado; un mundo semejante a esos pocitos tras la lluvia, de donde afloran los renacuajos.

A la manera de un dios, sólo que al revés, nombraría el Almirante las apariciones. Para ello regiría, claro está, la ley (divina) de las precedencias, la altanera trinidad de santos reyes y príncipes.

Agostado el estrecho onomástico de los dueños del mundo en sucesivos viajes, otros navegantes, de mayor a menor rango, nombraron cayos, atolones, ensenadas, bichos, astutamente fieles a sus profesadas lealtades.

Más tarde sobrevinieron otros nombres en un delirio de glotonería denominadora que no dejaba nada sin nombrar. Ahora contaban también los eventos fortuitos, el rutinario prosaísmo, los devaneos inspirados, cosas así.

Richie y Vanesa han honrado con su primogénita a sus nuevos compadres (cuatro, dos por lado): del primer nombre de cada madrina se sacó --como fichas de un bingo-- una sílaba; del de cada padrino, una sílaba.

La niña se llama Miroslava.

Friday, March 20, 2009

Sobre las perlas orientales

Dos amigos, Zurga y Nadir, se juran lealtad vitalicia (y desconsolada). Doble renuncia a una misma mujer, virgen sin duplicidades, a quien los dos aman. De esta manera se cifran entonces las condiciones para la pervivencia de una amistad fundada en años mozos, cuando no había aún rijosidad ni embeleso. Por cosas que solemos atribuir a la vida, Leila, que éste es el nombre de ella, ama a uno de los dos, el abismal Nadir. El juramento, empero, decreta que a Leila se la ignore con silencio de comparsa. Ordalía brutal: les está vedado a los amigos todo acto que haga de Leila un oscuro receptáculo, todo pensamiento engendrado en ella. Su nombre ha de borrarse sin remisión, como el color del fuego cuando de éste no queda ni la chispa más frágil.

En su tensa lealtad, los dos amigos deben ser de corazón blando pero sin mácula. De este modo, nadie podrá situar sus negociaciones en la sordidez alucinada de un botiquín, ni imputarle nada a una doctrina cuyo germen fuera la úlcera de la duda. Son de esperar algunas circunstancias algo inusuales. Pongamos que aparece Leila del mismo lado de la acera por donde los dos amigos van hombro a hombro: a correr se ha dicho. Ergo, la huida como entelequia, reproduciendo con prolijo detalle las vastas concisiones de los oráculos.

Zurga, Nadir, Leila y otros más que por toda seña de existencia llevan ropas coloridas, y son numerosos, precisos como acróbatas y simultáneos como un coro, habitan una isla exótica. De la realidad cartográfica de esta isla no faltan pruebas irrevocables, tal como lo certifican los estornudos de una selecta minoría, alguna tos y el crujido de gallitos. Lo que allí se representa son sombras chinescas de lo que pasa al doblar la calle, y alguna moraleja brotará de ellas.

Será mejor entonces tocar la flauta, a falta de pianola.

Thursday, March 19, 2009

Ida al trabajo

Las gotas de lluvia, colgadizas, demoran en las hojas, en las ramas, los puentes, las barandas, los postes, los cables, las señales. Plural en plural. No hay nada que no las aposente. Se guarecen en cuanto las acoja: para ellas todo es hueco o despeñadero. Lo mismo caben en un poro de tierra que en la punta de una manga. Esta mañana muchas viajan conmigo como pequeñitas burbujas. Soy sólo un brevísimo segmento de su infinita travesía.

Llega el bus. Subo. Deslizo la tarjeta, y enseguida, para compensar la arrancada, asiéndome del aire, voy a trancos a mi puesto habitual; de platanazo me siento; pongo a un lado mi mochila; a la billetera devuelvo la tarjeta. Almas quietas me acompañan.

Por las llovidas ventanas veo chorros de azul cinéreo en constante fuga, mezclándose sin cesar con la negra abstracción de un árbol, con ráfagas de plata casi blanca, con manchas de un púrpura brutal. Nueve paradas, o diez (cierto que jamás las he contado con ahínco). Mi mochila encima de las piernas, no hay más asientos disponibles adelante. Sin más remedio, borrada como está la lejanía, me fijo en detalles indumentarios de los nuevos pasajeros.

Delgadísimos zumbidos me circundan. Se escurren de los artefactos con que este fulano a mi izquierda se tapona los oídos. Con ellos anularía el resuello hidráulico de las puertas al abrirse o al cerrarse; el ronco jadeo del calefactor; el traqueteo de láminas y fuelles; toses, estornudos, carraspera; las vaporosas efusiones de algún trasnochado eventual; la voz del conductor anunciando las paradas importantes; el acá de una cháchara telefónica; etcétera. Aquí me bajo.

Nuevas, eternas, gotas.

Tuesday, March 17, 2009

Horas de oficina

La niebla desdibuja el escorzo para instituirlo, con paisaje y todo, como un objeto blanquecino, sin bordes ni espesor. Mirna, la mujer de Gregorio, sonríe bajo la sombra difusa de un paraguas cuyo color para él siempre ha sido de un infranqueable tono entre el rosado y el púrpura, que para Mirna se resume en dos sílabas de agua: lila. Abajo, en la foto, una fecha verídica, impresa accidentalmente, refuta toda relación entre la mañana de primavera en que él, Gregorio, la tomó, y esta otra de niebla e informes por terminar, que llevan días atrasándose.

Todos, o casi todos, en su departamento, dejan sus puertas entreabiertas. Las jerarquías conceden el inefable derecho de los ángulos de apertura. Los más agudos a los cabríos o a quienes son algo de alguien. A los rasos, los más obtusos. Sin embargo, esto de precipitarse en conjeturas por lo de las puertas más, menos abiertas, puede fácilmente acarrear conclusiones falsas. Fulvio, por ejemplo, el empleado más antiguo e influyente de la sección donde Gregorio trabaja, siempre tiene la suya de par en par, como su alma monda y lironda.

De esto de las puertas se ha de inferir entonces que no habrá dudas acerca del trabajo que hay que hacer o fingir que se está haciendo; que nada se hace abiertamente a escondidas; que a todos asisten las tácitas convenciones, sólo que, desde luego, en grados variables. Nada más. A la oficina de Gregorio ahora se escurren las voces no invitadas de sus vecinos. Hablan la lengua de los matrimonios derrelictos; su hijo único asiste a una universidad lejana y no regresará ya sino de visita, cada vez más esporádicamente. La niebla empieza a cortarse, como la leche con dos gotas de vinagre.

Sunday, March 1, 2009

Vuelta al bosque

Que despertara, 
con la nieve con días siendo mengua,
podría achacársele lo mismo
a un topo de luz, buceando en la tiniebla,
que al lánguido rumor del aguacero;
lo mismo al cuervo sagaz que al estropicio
de hombres y humaredas
(como siempre, demasiado cerca).

Que su vida ya no es sueño
se lo recuerdan, sin demora alguna,
sus propios pasos en la yesca,
la mordida de su largo ayuno,
un arroyo que engorda con la lluvia,
el ulular de las sirenas.