Friday, March 20, 2009

Sobre las perlas orientales

Dos amigos, Zurga y Nadir, se juran lealtad vitalicia (y desconsolada). Doble renuncia a una misma mujer, virgen sin duplicidades, a quien los dos aman. De esta manera se cifran entonces las condiciones para la pervivencia de una amistad fundada en años mozos, cuando no había aún rijosidad ni embeleso. Por cosas que solemos atribuir a la vida, Leila, que éste es el nombre de ella, ama a uno de los dos, el abismal Nadir. El juramento, empero, decreta que a Leila se la ignore con silencio de comparsa. Ordalía brutal: les está vedado a los amigos todo acto que haga de Leila un oscuro receptáculo, todo pensamiento engendrado en ella. Su nombre ha de borrarse sin remisión, como el color del fuego cuando de éste no queda ni la chispa más frágil.

En su tensa lealtad, los dos amigos deben ser de corazón blando pero sin mácula. De este modo, nadie podrá situar sus negociaciones en la sordidez alucinada de un botiquín, ni imputarle nada a una doctrina cuyo germen fuera la úlcera de la duda. Son de esperar algunas circunstancias algo inusuales. Pongamos que aparece Leila del mismo lado de la acera por donde los dos amigos van hombro a hombro: a correr se ha dicho. Ergo, la huida como entelequia, reproduciendo con prolijo detalle las vastas concisiones de los oráculos.

Zurga, Nadir, Leila y otros más que por toda seña de existencia llevan ropas coloridas, y son numerosos, precisos como acróbatas y simultáneos como un coro, habitan una isla exótica. De la realidad cartográfica de esta isla no faltan pruebas irrevocables, tal como lo certifican los estornudos de una selecta minoría, alguna tos y el crujido de gallitos. Lo que allí se representa son sombras chinescas de lo que pasa al doblar la calle, y alguna moraleja brotará de ellas.

Será mejor entonces tocar la flauta, a falta de pianola.

No comments:

Post a Comment