Las gotas de lluvia, colgadizas, demoran en las hojas, en las ramas, los puentes, las barandas, los postes, los cables, las señales. Plural en plural. No hay nada que no las aposente. Se guarecen en cuanto las acoja: para ellas todo es hueco o despeñadero. Lo mismo caben en un poro de tierra que en la punta de una manga. Esta mañana muchas viajan conmigo como pequeñitas burbujas. Soy sólo un brevísimo segmento de su infinita travesía.
Llega el bus. Subo. Deslizo la tarjeta, y enseguida, para compensar la arrancada, asiéndome del aire, voy a trancos a mi puesto habitual; de platanazo me siento; pongo a un lado mi mochila; a la billetera devuelvo la tarjeta. Almas quietas me acompañan.
Por las llovidas ventanas veo chorros de azul cinéreo en constante fuga, mezclándose sin cesar con la negra abstracción de un árbol, con ráfagas de plata casi blanca, con manchas de un púrpura brutal. Nueve paradas, o diez (cierto que jamás las he contado con ahínco). Mi mochila encima de las piernas, no hay más asientos disponibles adelante. Sin más remedio, borrada como está la lejanía, me fijo en detalles indumentarios de los nuevos pasajeros.
Delgadísimos zumbidos me circundan. Se escurren de los artefactos con que este fulano a mi izquierda se tapona los oídos. Con ellos anularía el resuello hidráulico de las puertas al abrirse o al cerrarse; el ronco jadeo del calefactor; el traqueteo de láminas y fuelles; toses, estornudos, carraspera; las vaporosas efusiones de algún trasnochado eventual; la voz del conductor anunciando las paradas importantes; el acá de una cháchara telefónica; etcétera. Aquí me bajo.
Nuevas, eternas, gotas.
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