Las luces encendidas fomentan a menudo un cordial intercambio de sonrisas en las salas del Siff. Y esa tarde no fue la excepción. Pero en el instante que separa el apagarse de las luces del encendido del proyector, una criatura se instaló en el asiento vacante junto al que yo ocupaba. Su mano izquierda, un bulto de gélidas punzadas, enseguida hincó el apoyabrazos comunitario, obligando a la mía a posarse adolorida en mi regazo. Sobre sus piernas había un balde de cotufas que rezumaban un vaho a mantequilla, y cuyas resonancias, asistidas por un incesante rasgueo de pezuñas, lo harían miembro prominente de alguna pieza del difunto Luciano Berio. Bastaría con uno de estos baldes para que una horda de Grendels vean Sátántangó rumiando y rumiando, sin que se les agote su burdo maná. Pero sabemos que, menos a Bob, a nadie le gustan las cotufas heladas: apenas se ponen tibias quedan en las salas de cine relegadas debajo de los asientos. Esto no significa que se ha saciado la avidez de cotufas, sino el augurio de un desfile de sombras escurriéndose entre las rodillas de uno y el espaldar del cabezón sentado delante de uno, procedimiento que repiten las mismas sombras, desde la dirección opuesta, tres minutos después.
¿La película? Al comienzo una cena reúne a una familia. Los árboles se mecen con la brisa. El verano propicia la velada en la terraza. Tras la cena salen los comensales a buscar estrellas fugaces en el cielo...
Algunos personajes:
La madre (de dos hijas): escritora. Poco tiempo después de esa noche descubre que está muriéndose de cáncer. Súbita comunión con la quimioterapia. Como falsos genios, los fluidos huirán de sus botellas, circulando por mangueritas, rumbo a sus venas. Casi siempre duerme la pobre mujer un sueño amorfinado.
El padre: atronante ex director de cine. Lo caracteriza la añoranza de su desvanecida fama.
La hija menor: artista. Empieza a ganar renombre. A su colega barbudo-huraño-estoico lo adora toda la familia. Pero la joven está casada con un compositor ocupadísimo.
La hija mayor: mujer amarga; está saliendo con un ex-casi-cura.
La música es estupenda, y se la oye entre escenas, cuando la pantalla está en negro.
Para resumir: si llegan a ver 33 escenas de la vida no se les olvide contármela, porque hubo partes que me perdí. Eso sí, si la ven realmente, no si sólo estuvieron allí, en una sala donde se echaba de menos a Beowulf. No vuelvo más al cine. Ni menos.
Pocas veces he encontrado una persona que quizá experimente lo mismo que yo en una sala de cine. De la mayor fascinación a la más absoluta despesperación. Pero nada, no hay forma. Si voy entre semana, un día laboral, a la primera tanda, digamos 11 de la mañana, y supongamos además que por un raro capricho exhiben "Andrei Rublev", que está claro, nadie iría a ver... nada... solo en la sala, a mis anchas, en completo silencio... justo antes de empezar la pelìcula, entrará alguien que hará todo lo inimaginable para echarme a perder la ocasión.
ReplyDeletePareciera que las personas no tienen otra forma de ser en el mundo que haciendo ruido, de cualquier forma y con cualquier objeto.
He llegado a creer que se trata de un complot, y que hay una agencia secreta que sigue mis pasos, y envía gente a los cines donde yo voy.
Pero no soy neurótico, ni histérico, ni obsesivo. ¿Verdad que no?
Lo malo es que sigo reincidiendo.
Saludos.
Asterión,
ReplyDeleteCon raras excepciones voy al cine por lo mismo: si quiere uno crecerse en la violencia, para qué ver películas cuyos largos intervalos de silencio vuelven intolerable hasta el sonido de la saliva que traga una garganta seca. Para violencia, las carteleras de cine ofrecen los títulos del día, que siempre se parecen. Entre las excepciones está el festival internacional que se celebra anualmente en Seattle, porque excepcional es cada nueva edición del SIFF (y en las películas que dan, en la mayoría, el público es muy decente, pues anda en las mismas que uno). Es por esa gente ruidosa que uno debe andar armado todo el tiempo. De paciencia, quiero decir.
Gracias por tu visita, y te digo que ya he empezado a buscar las mejores versiones que mi bolsillo (de estudiante, ahora) puede costear: esto no significa necesariamente merma en la en la ejecución o en la calidad de la grabación; se trata más bien de dar con las mejores versiones en el momento justo, que no suele tardar. A fin de cuentas, vivo en el hígado de ese sistema circulatorio (¿digestivo, más bien?) que llaman de la oferta y la demanda. Ya te tendré informado. Mientras tanto, mañana voy a buscar a la biblioteca la octava de Mahler dirigida por Claudio Abbado para ver qué tal.
Avilio
P.S. ¡Ya tengo computadora, nuevamente!