Estábamos alegres. No porque llovía, ni a pesar de la lluvia, que en abril es la cosa más predecible de Victoria. No porque rehuyéramos (cosa que no hicimos)los ademanes antipáticos, a la hora del té, en el Empress. En nuestra alegría no había nada que fuera ajeno al regreso, previsto antes del viaje. Nos llamaba un olor de almohadas, en la casa, y regresábamos.
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