Siempre pensé que fue un error llamarte Hamlet. Semejante nombre para un niño. Tu padre fue el de la idea. Él jamás hubiera consentido un nombre distinto al suyo. Egoísta. El vejamen que sufriste de los demás chavales de la escuela; ni por un segundo te dejaron en paz. ¡Y esos apodos que te ponían! Y esas burlas espantosas con que te trataban de cerdo.
Yo habría elegido Jorge.
No estoy retorciéndome las manos. Me seco las uñas.
Querido, te agradezco que no sigas jurungando el espejo. Con éste serán tres los que hayas roto.
Ya he visto esos retratos, muchas gracias.
Sé que tu padre era más apuesto que Claudio. La frente alta, la nariz aquilina; en fin, no puedo negar que guapo sí era. Cómo le sentaba un uniforme. Pero las solas apariencias se quedan cortas, sobre todo en un hombre. Aunque detesto hablar mal de los muertos, creo que viene siendo hora de que sepas que tu padre no era un fulano muy divertido que digamos. Noble sí, eso te lo concedo. En cambio, Claudio. Él disfruta un trago de vez en cuando. Y sabe apreciar una comida decente. Y saborear una buena carcajada. ¿Entiendes lo que quiero decir? Con él no tienes que andar siempre de puntillas a causa de algún principio que sea más sagrado que una.
Por cierto, querido, te agradeceré que dejes de llamar a tu padrastro el monarca regordete. Con su ligero problema de peso ya tiene bastante herido el amor propio.
¿El rancio sudor de un qué? El mío no es lecho lardeado, lo que sea que eso signifique. ¡Conque una repugnante sentina! No es que te incumba, pero yo cambio esas sábanas dos veces por semana, que es más de lo que tú haces, a juzgar por aquella pocilga en el barrio de estudiantes de Wittenberg. Adonde ¡no lo dudes! jamás volveré a visitarte sin antes avisar. Yo veo la ropa sucia que traes a lavar en casa, que, para colmo, no lavas con suficiente frecuencia. Sólo cuando te quedas sin calcetines negros.
Y déjame decirte que todo el mundo suda en tales momentos, como podrías corroborar tú mismo si alguna vez le dieras una probadita. Una verdadera novia te caería bien. No esa fulana paliducha de torso amarrado como un pavo de galardón, con esos corsés suyos de mírame y no me toques. No es asunto mío, pero hay algo raro en esa muchacha. Un trastorno de personalidad. Cualquier susto la empujaría directo al precipicio.
Búscate a alguien que tenga arrojo. Revuélquense con furia. Entonces hablaremos de sentinas repugnantes.
No, querido, no estoy enojada contigo. Pero debo decir que a veces eres de una mojigatería insufrible. Tal como tu padre. La Carne, solía decir. Cualquiera creería que se trataba de caca de perro. Eso se puede justificar en una persona joven —los jóvenes son siempre tan intolerantes—, pero en uno de su edad era un tanto difícil de sobrellevar, y esto es el eufemismo del año.
Hay días en que pienso que nos habría ido mejor a él y a mí si tú no hubieses sido hijo único. ¿Adivinas a quién deberías agradecerle? No tienes la menor idea de lo que yo debía aguantarle. Y cada vez que me entraban ganas de ya sabes, sólo para calentar los huesos que empezaban a llenárseme de años, era como si estuviera instigando un crimen.
¡Oh! ¿Que crees que qué? ¿Que Claudio asesinó a tu padre? ¡Ya me preguntaba yo por qué has sido tan grosero con él cada vez que cenamos! De haberlo sabido antes, no habría tardado en contártelo todo con pelos y señales.
No fue Claudio, querido.
Fui yo.
Trasladado libérrimamente de Atwood, Margaret. Good Bones and Simple Murders. Nan A Talese, Doubleday, 1994.
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